UNA VIDA DEDICADA
Salvador Cortés Pedraza
Sí, mi vida
ha si una vida dedicada a algo que nunca tuve previsto. Ahora, a mis setenta
años, creo que realmente nadie puede proveer su vida con toda seguridad y,
sobre todo, los que piensan como yo. Que ¿cómo pienso yo? Pues pienso y siento
que los limpios son los que ensucian este paraíso que ya no lo es tanto. Los limpios son aquellos que aparecen
brillantes como la espuma de las olas del mar, que se elevan a la superficie a
la superficie y parecen dar libertad a los que le rodean, pero la libertad que
dan son como la espuma que son, no dan la libertad al fondo de los que le
rodean. Yo me he tropezado con muchos seres enmascarados con sus diferentes
disfraces, cada cual; el conveniente a
su entender. Mi fortuna fue que jamás
llegué a ponerme el disfraz, por eso, ocurrió lo inevitable; los enmascarados
me hicieron bailar al ritmo de sus necesidades. Me hicieron sentirme grande allí
donde trabajé ¡El Salva! Se puede decir que fui devorado por los buitres,
porque siempre fui lo que algunos buitres buscan; una carnaza fácil. No crean
que me lamento de los años que trabajé en mi vida; solo pretendo resaltar las
injusticias que en los trabajos se cometen. No voy a denostar a nadie, al menos,
no es mi deseo, por eso, no pondré nombres. Para que nadie se pueda sentir mal
por mis declaraciones, pero sí nombraré a aquellos que se comportaron con
perfecto humanismo.
Si yo
contase solo mis glorias, mis triunfos o aquello que me agradó, no podría ser
sincero y no sería creíble. Para comenzar les digo, antes de nada, que tuve el
gusto de trabajar con alguien que sí voy a decir su nombre: Francisco Guerrero Domínguez.
Un perfecto déspota, autoritario, y, un hombre imposible de trabajar con él.
Esa era su calificación de parte de
muchos en Marbella. Yo había trabajado en un restaurante mucho tiempo que tenía
la cocina descubierta, es decir, se nos veía trabajando, y él y su maravillosa
esposa, Isabel, venían a menudo y como buen profesional veía como trabajábamos
y, por supuesto había probado los sabores de los platos que cocinábamos.
Aquella cocina era la número uno, en aquel tiempo, en Marbella. Comida sabrosa
y con fundamento, comida sin engaños, sin extraños elementos. La gente iba a
comer y comían. Francisco miraba porque era un magnífico profesional. Había
sido maître en el Hotel Hilton. Sabía francés,
alemán e inglés, y, por supuesto, todo lo referente a la hostelería: productos,
servicios y administración. No era alguien que había puesto un restaurante,
sino un gran hostelero. Un gran profesional que sabía lo que a muchos grandes
profesionales tanto les cuesta: sabía
reconocer la valía de los demás. Pepe Lozano, un muchacho de Coín, un simple
camarero que cuando le conocías ya no te parecía tan simple. Él supo ver en
Pepe lo que otros no había visto y fue su mano derecha. Lo fue para él y también
para todos los compañeros y resto de su familia. La señora Isabel estaba encantada
con él. Pero, ¿Por qué? ¿Qué tenía Pepe que a todos les caía bien? Ellos habían
visto que Pepe era de cristal trasparente. Sí, trasparente como yo aunque con
diferentes brillos. Pero la trasparencia nada tiene con otras virtudes que
precisa el ser humano para ser aceptado. Pepe, siempre tenía una sonrisa en su
cara y, en su boca, una genialidad que llevaba a la sonrisa. En un mundo donde la mayoría de
los profesionales parecían de los más engreídos del mundo, era normal que este
tipo de personas brillasen. Paco valorar estos imprescindibles complementos
para un buen profesional. Muchos, a estas personas sencillas y simpáticas, los
tenía por los más ideales para sus intereses, pero Francisco no. En algún lugar
que trabajé les oí decir que preferían a gente del campo y que no supiesen
tanto; ya pueden imaginar para qué. Sigamos hablando de este gran profesional:
Francisco creía que había que ser sincero en el servicio que daba. Pero
la sinceridad en un negocio es tanto no engañar como no engañarte. Él, ni
engañaba ni se engañaba. Esto en el mundo en que vivimos es bastante mal visto
por poco estudiado. Yo aprendí con él, los años que con él estuve, más que en
el resto de mi vida laborar. Todo lo medía, todo lo contaba, todo lo calculaba,
todo lo establecía. Si una botella de
bebida le salía en mal estado la
apartaba y esperaba al vendedor para cambiarla. Si una paella debe llevar tres
langostinos, dos mejillones y tres trocitos de carne por persona, él lo
establecía y luego miraba que se cumpliese. Si compraba una caja de tomates,
por poner un ejemplo, y le salían tres malos, al día siguiente le tenías en el
mercado y se los cambiaban; él decía que compraba productos buenos y los pagaba,
por tanto se consideraba en el derecho de no perder lo que era suyo. Bueno suyo
y de nosotros, entendía yo. El trabajo no debe ser un lugar de recreo sino un
lugar donde todos nos ganamos el pan. Esa percepción no la tenemos ni todos los
patronos ni todos los trabajadores. Se suelen magnificar los intereses,
interesadamente, valga la redundancia. “Continuará”